27.2.09

Artículo de opinión. 23 - F


Por Francisco Sanchis Gadea

Tarde apacible, sin excesiva humedad relativa en el ambiente, la de aquel lunes 23 de febrero de 1981 en el popular barrio de Benimaclet de la ciudad del Turia. Mes de exámenes que algunos preparábamos sintonizando el receptor de radio a modo de terapia de relajación. Todo transcurría con absoluta normalidad cuando unos minutos después de las seis de la tarde escuchamos, en directo, la interrupción de la votación nominal para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, como presidente del Gobierno, al irrumpir en el Congreso de los Diputados un grupo armado de Guardias Civiles. Medité unos instantes y se me antojó una situación similar a la acontecida durante la I República cuando el general Pavia invadió el congreso con miembros de la Benemérita y disolvió, por la fuerza, la asamblea que había destituido al Gobierno de Emilio Castelar.
Poco después, la radio, no disponíamos de televisor, emitía música militar tan solo interrumpida por la lectura del bando del capitán general de Valencia, Jaime Milans del Boch, que se había sublevado, declarando el estado de excepción, movilizando algunas compañías de carros de combate, que habían salido de su base en Bétera para ocupar ciertos puntos neurálgicos del centro de la ciudad; agazapado en una esquina observé, temeroso, el paso de los vehículos militares y confirmé la gravedad de la situación creada.
Una vez más, un grupo de militares felones que tan solo mostraban su capacidad operativa cuando dirigían sus acciones contra su propio pueblo, apoyados por algunos poderes fácticos, pretendían finiquitar el régimen democrático con el pretexto de “salvar a España”. Se vivieron momentos de incertidumbre, muy difíciles, pues la totalidad del Gobierno estaba secuestrado en el palacio de la carrera de San Jerónimo con un vacío de poder, ejecutivo y legislativo, que no pasó a males mayores por la descoordinación de sus instigadores y la firme decisión del Rey de mantener el orden constitucional que el pueblo, democráticamente, se había otorgado.
Con posterioridad -Calvo Sotelo ya presidía el Gobierno- se siguieron escuchando ruidos de sables. La sentencia dictada a los golpistas, en el conocido “juicio de campamento”, no satisfizo a casi nadie pues quedaron en el aire demasiados interrogantes y la trama civil no fue investigada rigurosamente. Se sucedieron situaciones bochornosas como la ocurrida al propio presidente Calvo Sotelo cuando tuvo que aposentarse en una silla de tijera, durante la celebración de un acto castrense, mientras que algunos mandos militares lo hacían en cómodas poltronas. La victoria abrumadora del partido Socialista en las elecciones legislativas celebradas en octubre de 1982 dio un giro a la situación pues se inicio un serio proceso de profesionalización de las fuerzas armadas, asignando los puestos de responsabilidad a militares comprometidos con el sistema democrático.
Las imágenes que pudo grabar la Televisión Española son un documento de un valor excepcional que recorrieron el mundo entero y mostraron la humillación de nuestro país cuando un servidor del orden, pistola en mano, entró, a tiros, en la sede de la soberanía popular y obligó al Gobierno y a los diputados de los distintos grupos políticos a tumbarse por los suelos.
Con total seguridad, en el supuesto, improbable, del éxito de la intentona golpista no hubiera podido sustentarse en la Unión Europea que ya la había condenado, sin paliativos, y hubiera sido el propio pueblo quien hubiese devuelto la democracia a nuestro país.

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